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En los albores de mi carrera los alumnos del seminario que estudiábamos la producción editorial conformamos un sello fugaz llamado La Intendencia de las Letras, considerando que en la institución literaria los correctores nos reuníamos en los cubículos que están detrás de los elevadores. Aceptábamos así la invisibilidad, la camaradería del discípulo que aprende el oficio en el taller, según cierto pacto sociológico. Esto implicaba entender que la corrección que hiciéramos debía integrarse al texto hasta volverse invisible, pues cualquier cosa visible más allá del propio texto perjudicaba el libro. Una corrección, pues, más que un acto de construcción, es uno de limpieza que se hace en favor de la mancha tipográfica, que lo es todo para el lector. Es decir, los correctores somos como barrenderos.


Un libro no es como cualquier otro juguete lleno de brillantes que llama la atención. La portada más bella es un accesorio inevitable que existe en los forros, dispuestos para proteger el contenido, pero no es capaz de mover a recomendaciones: eso lo logra sólo la claridad de la lectura, que un buen barrendero debe asegurar. Un contenido legible podría tener cualquier portada. Y si el libro tiene sentido para un nutrido grupo, ya nadie repara en su fosforescencia. Así, pues, la popularidad de un libro depende más de su legibilidad que de su seducción superficial. Claro, la peor arquitectura no mejora en las manos del mejor barrendero, pero las más bellas estructuras se vuelven invisibles si están cubiertas de basura. Y ese criterio gobierna también la diagramación: la prioridad del diseño editorial no es la estética, sino la ergonomía, a sabiendas de que leer no es fácil ni para los eruditos, aunque se jacten.


Todo editor que se precie empieza en el cotejo de pruebas. A veces había sesudos que deseaban irrumpir en el taller con su sabiduría, pero el cotejo de pruebas requiere humildad, y tal humildad es útil en la corrección de pruebas, en la de estilo y en el cuidado editorial. Lo que sepas importa un carajo: te han confiado la conciencia de otro, y tu objetivo es prepararla para la legibilidad, no "mejorarla". Los principios de morfosintaxis son sólo el principio de las consideraciones que se deben tener ante una caja de texto. Si el sesudo aprendía a desconfiar de sí mismo y a verificar, se convertía en un buen limpiador. No un guardia de la ortografía, sino un instrumento de la uniformidad. ¡Las variaciones expulsan al lector del libro!


Barrer es sólo barrer. Pero aprender a barrer tiene su chiste.


Gracias a Jesús Eduardo García, dondequiera que esté eso que llaman eternidad.



Nuestro cronograma va a explotar 2023 en cuatro dígitos inconexos, y por eso dejaremos de recibir nuevos manuscritos y propuestas el domingo 19 de febrero. Pero no te preocupes, porque volveremos a abrir las puertas de nuestra bandeja de entrada en cuanto acabemos con los pendientes.


El resto del año es para los lectores.


Para acreditar mi profesión u oficio o actividad económica o lo que sea, yo aquí podría soltar de repente: "no cualquiera puede ser editor; los editores tenemos una formación especial y maravillosa bla bla bla". Pero en un mundo de plantillas y máquinas y herramientas de bajo costo y al alcance de todos, si esa palabrería tiene algo de verdad, ¿no valdría la pena mejor ponerla a prueba? Si mi oficio de editor tiene algún valor destacable, ¿no valdría la pena poner a prueba su valía en un mar de publicaciones aficionadas y de editoriales florecientes? La desacreditación del trabajo ajeno ¿no sería acaso una manifestación de terror, de una propia falta de fe ante lo que yo digo que es mi conocimiento? Y, si yo tengo algo que enseñar, ¿no sería mejor comprobar mi aportación en las copias o imitaciones que pueda haber de mi trabajo? Si la industria editorial tiene aún algún futuro, no será en el monopolio, sino en el florecimiento de proyectos colaborativos que aprenden los unos de los otros. ¡Viva la democratización editorial!

© LaCriba, 2024.

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