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Esta semana es importante para los libros, y, a propósito, quiero lanzar al aire una de las reflexiones que guían el trabajo y el modelo de negocios de LaCriba. Porque lo nuestro no es el misterio.


El problema de los libros no es que no haya habido visión comercial suficiente para convertirlos en llaveritos. El problema de los libros es justamente que se les quiso convertir en artículos ultramasivos, se les llevó a un camino intransitable por altamente costoso, cuando en realidad no pueden generar suficiente dinero para pagar la deuda. El problema con los libros es, pues, que la maquinaria de producción, comercialización y venta está hecha para favorecer llaveritos, no libros, y eliminar a todos aquellos libros que no tienen el potencial de parir un llaverito.


Siendo la literatura un ecosistema, los libros con potencial para parir un llaverito necesitan ramificaciones cada vez más complejas, necesitan libros locales y libros generales, necesitan variedad para que el lector no abandone la afición por la lectura. Porque un lector lee un libro y salta a otro, y se vuelve cada vez más exigente. Y los libros con potencial para parir un llaverito dan alimento a los otros libros, pero los otros libros crean el ambiente propicio para que los libros ultramasivos puedan fructificar. Porque la verdad de los libros es que, aunque compiten con Netflix, y compiten con Amazon Prime y con la televisión por el tiempo de ocio, por mucho que algunos sean sumamente narrativos, al final enfrentan a un lector con su propio cerebro, con su soledad, con todas las armas que tiene para recibir el golpe enigmático de un signo. Por eso la mercadotecnia, en lugar de favorecer los libros como favorece unos tenis Nike, los ha perjudicado.


En LaCriba creemos en la coexistencia, en el beneficio mutuo y circular. Nuestra ambición no tira a la aspiración del enorme complejo industrial que alienta la competencia y que entiende la ley de la selva como una eliminación continua. Nuestra ambición aspira a la DIVERSIFICACIÓN, a la COLABORACIÓN, al BENEFICIO MUTUO.


La verdad de los libros es que su precaria situación NO SOPORTARÁ UN AMBIENTE COMPETITIVO.


La edición no se trata de eliminar la complejidad, las partes poco excitantes, de los libros complejos. La edición se trata de encontrar la complejidad, el potencial estímulo cerebral, si lo hay, de los libros sencillos.


En la tele, en esta época, todas las representaciones de la Pasión están protagonizadas por un actor divino, con atributos físicos que derriten a las beatas y las liberan de culpa al mismo tiempo. Así, la empatía por María Magdalena se eleva a la enésima potencia. El verdadero problema es que hace mucho que no tenemos una obra de arte que le haga justicia a la grandeza que supuestamente debería representar la figura de ese hijo de un dios nacido cerca de la inmundicia de borregos, cerdos y caballos, cercano al pueblo justamente por eso, tan contrastante con los cultos que gastan millones en construcciones para rezar.


Vayamos al siglo XIX. El villano más vulgar del pueblo se exhibía en la ópera. Y la disfrutaba. En ese entonces, la feligresía escuchaba a Bach en las iglesias, que además contrataban grandes pintores para el arte sacro, al alcance entonces de todo el mundo. ¿Hay algún equivalente en el siglo XXI de inversión de parte de alguna iglesia que se preocupe por pagarle a un verdadero artista con dinero de los feligreses para retribuirles de alguna forma la asistencia y la lealtad que muestran? Fue un sacerdote católico el artífice de la teoría del Big Bang, y un fraile, el padre de la genética. Las discusiones entre protestantes y católicos dieron lugar a la hermenéutica, dieron grandes avances en la filosofía. ¿Qué hacen hoy las iglesias por la humanidad?


Pero la religión no es la única involución. Los masones de la élite política del siglo XIX eran verdaderos practicantes de las armas y las letras. Así es: usaban la imaginación para el arte y para modelar la sociedad. Los había quienes invertían su propia hacienda en la construcción nacional. El liderazgo intelectual de liberales y conservadores se ponía a prueba en enfrentamientos historiográficos, no sólo en palabrería exhibida en la plaza pública. México está lleno de ejemplos, pero también Latinoamérica y el Caribe. ¿No está allí acaso Ramón Emeterio Betances, cuyo natialicio se conmemora mañana? ¿Qué liderazgo político de hoy podría compararse con el ejercido por esa figura?


Publico esto para hacer una invitación. Miren ustedes el ejemplo de la televisión, que no ha parado de mejorar desde la aparición de Breaking Bad. El intelectual de hoy subestima a la gente común y corriente, pero si la complejidad de la televisión tiende al riesgo, es porque allí hay una recepción exigente. El intelectual de hoy puede descender de las nubes mirando los ejemplos dejados por los gigantes decimonónicos. Continuar en el Olimpo es permitir que nuestra élite política sumamente ignorante siga arruinando el mundo. No será fácil, hay que saber soportar el fracaso, pero tiene que hacerse. Recuerde usted que hubo un tiempo en que las personas arreglábamos el mundo con nuestras propias manos.


Hoy nos quedamos con los brazos cruzados en espera de que llegue el juguetito tecnológico que solucione todos los problemas.

Lo primero que nos dijeron en la universidad fue que no íbamos allí a estudiar literatura para ser escritores. El estudio del fenómeno literario debía enmarcarse como un asunto exclusivamente académico, serio; tan objetivo como fuera posible. Si queríamos ser escritores, la calle y el instinto nos prepararían mejor para el fracaso. Por supuesto, eso no evitaba que los mismos maestros armados con aquellas frías advertencias tuvieran un poemario escondido bajo la manga. Sí, escondido, porque en México no hay mucha diferencia entre llamarse escritor a sí mismo y contar un chiste, pero igual todo el mundo ha vaciado en tres cuartillas el cuento que termina con un adolescente despierto porque no sabe cómo rematar el argumento.


La culpa de todo ese pudor literario, dicen, la tuvieron Octavio Paz y su corrillo de mafiosos. Que fueran mafiosos, quizá financiados por la CIA para alejar de la barbarie al anticomunismo, no quiere decir que no proyectaran una gran sombra, una tan sorjuanezca y obelisca que aún atraviesa manuscritos aficionados para asarlos en el fuego de la excelencia reconocida por todos y justificada apenas por cuatro gatos capacitados. Desde Octavio Paz todos los libros mexicanos que no son de Octavio Paz tienen medidas insuficientes.


Yo difiero. No porque me atreva a decir que Octavio Paz no es tan bueno como dicen, sino porque la culpa no es de Octavio Paz, ni siquiera de la CIA o de la asquerosa Guerra Fría, sino de la mercadotecnia y la publicidad; del empeño de exagerarlo todo para maximizar ganancias. Ya en la Antigüedad la literatura jugaba a levantar muertos, pero la mercadotecnia nos convenció a todos de que los inmortales caminaban entre nosotros. Gente que come, pero no va al baño, porque si come es para gozar, pero si va al baño es para conocer la experiencia y escribir sobre ella. ¡Sería indigno gozar la comunión con el excusado!


Luego vino la crisis del libro y los inmortales se quedaron desnudos, sin aparato publicitario magnificador que pudieran usar para taparse las partes pudendas. En fin, que los inmortales empezaron a parecer tan mortales como todos los demás, porque la mercadotecnia eligió a las Rowlings y abandonó a los Borges. Y luego asesinó a las Rowlings para heredar derechos. Pero además de heredar derechos, los editores heredaron el delirio de grandeza que los vuelve clarividentes del éxito comercial. Críticos prácticos en busca de la contundencia, sabuesos de la coyuntura.


Todo esto eleva la literatura. Tan alto que la saca del planeta. Ya no es una cosa humana. Está en espera del inmortal que pueda al fin expulsarla de la piedra y la lleve a una fábrica mágica que escupa libros para satisfacer la creciente demanda. ¡Los mercados pequeños que se conformen con la fotocopiadora y Word!


Yo pienso que ningún contemporáneo está calificado para señalar a los libros de hoy que un académico estudiará dentro de ciento cincuenta años. Y si ya nació el ser humano que vivirá ciento cincuenta años, tampoco está calificado, porque nadie es capaz de superar su conflicto de interés, ese que te obliga a inclinarte por tu reflejo. Pero eso no significa que los libros de hoy “leídos” por la gente del futuro no los esté escribiendo ya gente común y corriente, gente que quiere esconder su vergüenza, pero que se le escurre por un agujero en el adjetivo, en el gerundio mal usado. Gente mortal. Entonces, pues, ¿por qué no publicamos a los mortales, mientras los inmortales se tapan los pelos con las manos?

En tanto nos perdemos en magnificaciones, los lectores pierden el interés. Porque los lectores son mortales y no quieren desperdiciar su precioso tiempo. Tienen prisa, y ni siquiera les han mostrado el mugroso menú, porque no parece lo suficientemente inmortal.

Unos cuantos libros, muy pocos, sobrevivirán. Otros no. Todos sus autores estarán muertos algún día. De esto no tienen la culpa las universidades.

Llámese escritor sin pena. Pero sabiendo que a fin de cuentas eso no lo hace más inmortal, ni le garantiza una lápida eterna en los libros escolares.

© LaCriba, 2024.

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