top of page
Buscar

Soy fanfarrón, todo el mundo lo sabe, y quizá cuando abandoné la ingeniería en sistemas para largarme a letras hispánicas, buscaba la confrontación, la discusión abierta, hasta la pelea. Que me cuestionaran porque había abandonado la seguridad por la incertidumbre. Me sentía tan capaz que apostaba por la defensa de la gelatina en contraste con el concreto, para que la demostración valiera la pena.


Pero ya entrados en el asunto y en los años, fui entendiendo que era inútil. Primero, porque la mayor parte del tiempo los avatares de nuestra vida son crucigramas que llevamos a la exageración para convencernos de la seriedad del juego. Es duro que la existencia no suene tan convincente simplemente porque el cerebro se aburre y exige entretenimiento continuo. ¿Necesitan los libros justificarse para existir cuando alguien es condescendiente porque usted no usa sus habilidades para algo "útil"? Segundo, porque más interesante que el crucigrama de andar peleando es el de resolver problemas: el de la integración económica del libro. Claro, ahora está también el grave problema ambiental que enfrentamos, y que también es un asunto económico.


Desde mi perspectiva, la economía no es cuestión de lo útil y lo necesario, sino del establecimiento de relaciones y valores. Cuestión de acomodo e integración. Los libros no pueden vivir de subsidios eternamente, si es que se les quiere lo suficiente. Es que estamos fallando en el modelo con el que pretendemos integrarlos. Y es que, aunque sabemos que el sistema general es voraz y excluyente, que subsidia para subsanar sus "fallas" y seguir funcionando igual, a nosotros no nos sirve se mucho esperar a que la cosa cambie. Hemos de cambiar nosotros y construir los canales que hagan falta, aunque al sistema le duela la panza.

Prende usted la tele. No ya la tele con antena o cable, sino la tele con internet y algún servicio de streaming. Ya el servicio está prepagado, podría usted correr el riesgo, pero no lo hace. En cambio se está una hora viendo títulos, pasándolos, sin animarse a ponerle play. Finalmente, se decide por una recomendación: el gusto de un tercero que sí se arriesgó, o, peor aún, la sugerencia prefabricada de un publicista acostumbrado a inflar las percepciones. ¡Y eso es posible en este mundo sólo porque usted prefiere estar pasando portadas y escuchando la opinión de otros en lugar de ponerle play!


Llega usted al tercer episodio. La idea parecía buena, pero daba para dos episodios, no para tres. Menos para los otros diez que ya nunca verá. Detrás hay no un escritor con una semilla que no germinó, sino todo un equipo. Hubo riesgo, evidentemente. Y fracaso. Pero la oportunidad estuvo. Se sabía que con toda probabilidad no se estaba ante la obra maestra, pero ¿cómo se iba a saber si no se probaba? De hecho, habiendo tanta cosa malona por ahí que se filmó, ¿parece que alguien tenía el criterio refinado para estar tomando decisiones?

El libro padece por dos lados: uno, la tendencia a tratar de juzgar los libros por la portada, porque también es imposible leerlo todo antes de comprarlo, y ya entonces para qué. Lo cual es absurdo, porque hay miles de buenas portadas en una sola librería. Con montones de promesas. Finalmente usted se decide por un alucín que no era lo que usted creía: ¿y cómo iba a ser? Si atináramos, nos bastaría con cerrar los ojos e imaginarnos la historia, pero soñar nunca es suficiente. El lado dos es el síndrome del editor en busca continua de la obra maestra.


Aprendo entonces algo de la mala televisión: hacer una buena serie cuesta cien malas, la oportunidad de que existan y fracasen. El escritor y el editor tienen que tomárselo en serio de otra manera, dejar de estar pensando en que les llegará la obra del siglo a la mano. El problema que hay que resolver es la impresión bajo demanda desde la propia oficina, o el mejoramiento del libro digital. Otra cosa aprendo: dejaré la manía de estar pasando portadas en la tele y me atreveré a ponerle play.


Por cierto, a veces parece que todos los libros son de lírica o ficción. Piense usted en ello.


Ese vino, La Maldita, tiene portada y cuarta de forros. En la cuarta de forros se promete lo que yo interpreté como un cuidado editorial único, porque la uva con que lo hacen es una maldita a la que renuncian casi todos los vinicultores. Por supuesto, los que hacen La Maldita no, porque tienen el propósito de demostrar cuán hábiles son en el arte de la elaboración, sin depender tanto de la materia prima. Aunque ese discursito me pone de buenas, no compré la mugrosa botella porque finalmente no sé nada de vinos como para poner a prueba tal afirmación y porque el propósito de medioemborracharme no vale más de diez dólares. No compré el vino, pero le saqué jugo editorial.

Por una parte, elegir la edición de un clásico puede ser un error. El clásico te lo van a comprar lectores que ya conocen el libro, que lo han visto en formas magníficas. Si el clásico no ha visto aún su mejor forma, al menos sí ha visto formas superiores, y dar un paso atrás puede ser muy peligroso. La portada que propongas puede ser muy buena, pero la portada es importante para el mercadeo inicial de un libro nuevo: un clásico podría tener como portada sólo una elección tipográfica excelente, porque allí ya importa más el cuidado en el contenido, así que tu visión gráfica no importa mucho.


Por otra parte, editar a la figura pública es peligroso, porque tiene admiradores y enemigos. Los admiradores pasarán casi todo por alto, pero los enemigos no. Cuando trabajé para el gobierno federal en México, fui testigo de enemigos que incluso son capaces de calificar cuestiones de criterio editorial como errores, sólo por joder. Si tienen un micrófono y se dirigen con autoridad y un discursito convincente a un público que no sabe nada, tu carrera está jodida. No podrás defenderte.


Lo que los vinicultores de La Maldita prometen equivale al tipo de editorial que aceptaría el reto de editar a un clásico o a una figura pública. Me gustan. Pero aun así no les compré el vino porque finalmente yo ese líquido me lo trago. Me parece inútil saborearlo. Encuentro el goce en la alteración de la conciencia, pero mi paladar está arruinado por años y años de salsa de chile de árbol y habanero. Mi placer en los sabores está en la acidez del limón. Quizá es un vino barato para gente de gustillos delicados. Así, me pregunto cuánto deben costar los libros que hago para que se vendan a un público más amplio. Ahora mis precios dependen de los costos de producción, pero deben depender del mercado. Eso puede sonar muy capitalista, pero recuerden ustedes que los chinos tienen un muy exitoso partido comunista apegado a la ley de la oferta y la demanda.



© LaCriba, 2024.

bottom of page